Imaginate un cristal
De un cristal, lo primero que notás es su transparencia, la luz lo atraviesa sin que nada la detenga o le dificulte el paso. Simplemente, el cristal le permite seguir su camino para que la luz disipe la oscuridad. Luego conectás con la fragilidad de ese cristal, te asombra lo fácil que podría quebrarse. Pero te das cuenta de que es esa vulnerabilidad lo que lo hace precioso y lo que te mueve a cuidarlo.
Imaginate ahora un diamante. Es el más particular de todos los cristales. Su dureza hace casi imposible que algo o alguien puedan rayar o alterar su superficie. Sin embargo, su fragilidad hace que no sea capaz de resistir un fuerte impacto sin romperse. ¿Cómo es posible?, te preguntás, para descubrir que no hay paradoja ni contradicción.
La dureza solo está en su superficie; su interior es frágil y vulnerable.
Las personas nos mostramos duras e impenetrables, nos escondemos detrás de poses fingidas que nos hacen ver resueltos y solventes, pero no nos animamos a contactar de verdad y a poner a jugar el corazón. Sabemos de la precariedad de nuestros vínculos y de nuestro mundo interior revuelto y debilitado, porque nos programamos para vivir hacia afuera. Al igual que el cristal, somos muy frágiles y nos hemos puesto en un límite muy delicado (a nuestro planeta también).
E imaginándote el cristal, sentís un fuerte deseo de construir un vínculo distinto con todo lo que te rodea y con cada criatura del mundo. Querés que la luz te atraviese y disipe la oscuridad. Y querés que llegue a otros, que se propague y se multiplique. Y te prometés solo construir vínculos sanos que aniden en el cuidado, en el respeto y en el amor. Sabés que no hay margen para la simulación; nuestro mundo necesita vínculos honestos, comprometidos y “amables”.